Llovía. ¡Y cómo llovía!
Eran las 3 de la tarde y llovía.
El agua mojaba la vereda. Los techos. Los árboles, los
paraguas y los zapatos. ¡Qué poco original!
Eran las 4 de la tarde y llovía.
Los chicos hacían dibujos en los vidrios empañados. Los
borraban y volvían a empañar.
Los árboles se sacudían a la primera caricia del viento.
Flish, flush.
Eran las 5 de la tarde y llovía.
La gente esperaba a otra gente para decirle: “¿viste cómo
llueve?”. Los charcos se iban haciendo cada vez más grandes, como aprendices
del mar.
A veces el agua bajaba como si en vez de nubes, en el cielo
hubiera mangueras. A veces como rocío.
La noche empezaba a preguntarse si también se iba a mojar.
Las casitas de chapa empezaban a sentirse mareadas.
Y la luna estaba segura de que iba a tener que aprender a
nadar.
Porque llovía. ¡Y cómo llovía!
Era el día siguiente y llovía.
Con mayúscula y minúscula llovía.
Hasta que me di cuenta de algo: si la lluvia continuaba no
podría terminar jamás el cuento.
Mis cuentos nunca terminan con lluvia. No me gusta que
naufraguen los lectores.
Fue Máximo Aguado el personaje que me vino a la mente. Lo
tenía escondido entre buenas ideas.
Se metió en la historia sin permiso. Así nomás. Y haciéndose
el protagonista gritó: “¡Basta de llover, caramba!” “Ya fue suficiente”.
Y, ¿saben lo que pasó?
Sí, eso. Que no cayó más agua y este cuento... se acabó.
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